Texto 5 : FAMILIA
1997
(brasileño)
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Ernestino y Dora se casaron dispuestos a dar al mundo muchos hijos. Planeaban
tener tres niños y dos niñas, pero no les molestaría que fueran
cuatro niñas y un niño, siempre y cuando naciera primero el varón.
Dora murió al dar a luz a una niña, a la que dieron el nombre de
la madre. Todos pensaban que Ernestino se casaría nuevamente; era
un hombre guapo, heredero de una empresa paterna a la que había hecho progresar,
un buen partido para cualquiera, incluso siendo padre de una hija pequeña,
que exigía cuidados. Obrando como buenos celestinos, los matrimonios amigos,
convencidos de que Ernestino debía volver a casarse, al fin de cuentas la niña
necesitaba de una madre, y él, más tarde o más temprano, necesitaría del cariño
de una mujer, se turnaban para presentar al viudo jóvenes llenas de prendas y
virtudes. Pero él no mostraba interés por ninguna de ellas, y el tiempo fue pasando
hasta que los amigos, comprendiendo que Ernestino jamás volvería a buscar
otra esposa, desistieron de sus propósitos casamenteros.
Cuando Dora cumplió seis años, Ernestino, absorbido por los negocios que
no dejaban de crecer, la matriculó interna en un colegio de monjas. Dora se acuerda
del primer día en que fue al colegio. Subieron la sierra en el auto, bajo una
densa neblina que escondía los cerros, e incluso las calles por donde transitaban.
Su padre le había comprado varias bolsas de confites, y Dora los disfrutó durante
el viaje. El padre le mostró una pequeña maleta, diciéndole que allí estaba su
equipaje, las ropas que usaría en el colegio. Ernestino, a pesar de mostrarse más
silencioso de lo que solía, detuvo dos veces el auto a la orilla de la carretera, para
abrazar y besar a la hija. Y ella se sintió muy feliz.
Cuando llegaron, después de hora y media de viaje, Dora se había comido
ya todos los confites. El colegio le pareció inmenso, bonito y un poco asustador.
Dos monjas les dieron la bienvenida, una de ellas la madre superiora, vieja y de
aspecto majestuoso, y otra más joven, que sería la maestra de la clase de Dora.
La monja joven invitó a la niña a acercarse a la ventana, para ver los árboles y los
jardines. Mientras ella contemplaba la arboleda cubierta de neblina, su padre y
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RUBEM FONSECA
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las monjas charlaron en voz baja. Luego el padre, después de abrazarla con tanta
fuerza que la dejó sin aliento, dijo que iba a comprar más confites, se fue, y no
regresó. Era un domingo y Dora solo volvería a verlo el domingo siguiente.
Los primeros días fueron terribles. Dora se sentía abandonada y lloraba
sin cesar. Dormía en una gran sala con otras niñas de su edad. Su ropa íntima
—anchos calzones de algodón, que con el tiempo se ensanchaban aún más, y camisones
de manga larga cerrados en el cuello (ella solo usaría sostenes, también
de algodón, años después)— se guardaba en una alta mesita de noche y los uniformes
se colgaban en un largo perchero adosado a una de las paredes. La maestra
de clase reunía diariamente a las niñas, antes de las lecciones formales, para una
plática en la que les hablaba de Dios y de la caridad. Trataba a Dora con mucho
cariño, incluso porque la niña sufría de asma, agravada por el clima húmedo de
la ciudad. Después de algún tiempo, Dora dejó de llorar diariamente. Solo lloraba
los domingos, cuando su padre iba a visitarla.
Pero pronto empezó a gustar del colegio. A la hora de dormir, bajo las cobijas
de lana que la calentaban, Dora creaba una vida solo suya, hecha de fantasías inocentes,
mientras escuchaba con placer, de quince en quince minutos, el carillón de
la torre de la iglesia. A las seis menos cuarto, la monja, que pernoctaba con ellas
en el dormitorio caminaba entre las camas haciendo sonar una pequeña bocina,
y a sus palabras de sursum corda las niñas despertaban, murmurando habemus
ad dominum. Dora, que había sido criada sin ninguna disciplina por un padre
ausente y por ayas descuidadas, apreciaba los ceremoniales del colegio. Vestidas
con sus uniformes de falda azul marino, sujeta por anchas tiras cruzadas sobre el
pecho y la espalda, blusa azul claro, zapatos negros y medias blancas, las niñas,
cuando se encontraban con una monja en los corredores, debían pararse, de pies
juntos, unir las manos y saludar con la cabeza. Si se trataba de la madre superiora
o la directora del colegio debían detenerse, en caso de que estuvieran andando,
o levantarse, si estaban sentadas, y hacer una reverencia, que consistía en juntar
los pies, apoyar el tobillo del pie derecho en el pie izquierdo, hacer girar hacia un
lado la punta del pie derecho y, después de poner horizontalmente la palma de
la mano derecha sobre la palma de la mano izquierda, flexionar ligeramente las
rodillas. Dora se sentía bien haciendo este saludo, y la hacía feliz encontrar en
su camino a una de esas dos superioras. Los rituales del colegio —en espacial las
oraciones en latín o en francés, y los cantos gregorianos acompañados por el órgano,
de los cuales todas las niñas participaban en las misas dominicales— tenían
un esplendor que la dejaba fascinada y encantada. Pero siempre que pensaba en
su padre le entraba una gran nostalgia, y se ponía muy triste.
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En el colegio Dora conoció a Eunice, que se convirtió en su mejor amiga.
Y a medida que crecían –las dos cursaron toda la primaria y la preparatoria en
ese colegio– se hacían más íntimas. Siempre que les era posible se tomaban de
la mano, cuchicheando y riendo. Las monjas juzgaban este comportamiento una
bêtise1
, y procuraban evitarlo, pero sin recriminarlas por ello. Eunice era huérfana,
y quien la visitaba los domingos era un tutor, que la trataba con un cariño
postizo. Eunice y su tutor se reunían con Dora y el padre los domingos, y también
los días en que las alumnas tenían permiso de abandonar el colegio, en compañía
de sus padres o personas responsables, para pasear por Petrópolis. Cuando la
preparatoria terminó, las dos amigas se abrazaron llorando, y se hicieron mutuas
promesas de amor eterno.
Dora y Eunice cursaron el bachillerato en establecimientos diferentes. Volvieron
a encontrarse en la facultad de Derecho, años después, y reanudaron con
igual fuerza la amistad de antes. Abrieron una oficina, y llevaban entre las dos
causas pertinentes al derecho familiar. Dora iba en ocasiones a dormir a casa de
Eunice, así Ernestino le reprochara cariñosamente el que lo dejara solo con la
criada. Se sentía enfermo, y planeaba alejarse de los negocios. Su sueño era que
la hija se casara y le diera un nieto varón, que con el tiempo se hiciese cargo de los
negocios, y continuara la tradición de la familia.
Pero Dora, que se había convertido en una bella mujer, rechazaba a todos
sus pretendientes, por cierto muy numerosos. Salía con ellos, al cine, pero, muy
recatada, evitaba cualquier intimidad, no permitía siquiera que la besaran. Un
día su padre la llamó para sostener con ella lo que él mismo definió como una
larga conversación. Confesó a su hija que pensaba delegar en un empleado de
confianza el comando de sus empresas, pues se sentía cada vez más débil, y el
médico, tras un riguroso examen, le había diagnosticado una dolencia neuroló-
gica progresiva que dentro de algunos años, no sabían cuántos, lo llevarían a la
muerte. Y él no quería morir sin ver a su hija casada, y sin la suprema alegría
de tener un nieto. Ernestino pronunció esas palabras con voz emocionada, asegurando
entre las suyas la mano de la hija. «Prométemelo», pidió, así moriré en paz.
Dora accedió, pero pidió algún tiempo para cumplir el deseo del padre.
Esa noche Dora fue a dormir con Eunice. La amiga había mandado a
hacer unos calzones anchos de algodón, iguales a los que usaban en el colegio
de monjas, y que no existían en el mercado. Vestidas apenas con esas prendas,
que a pesar de toscas, o tal vez por ello, tornaban aún más atrayentes
sus delgados cuerpos, las dos hicieron el amor con una pasión intensa. «Esto
sí es bêtise», dijo Eunice, y ambas rieron a placer. Después, Dora contó a
1 Bêtise: travesura, tontería. (En francés en el original).
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Eunice la plática que había tenido con su padre, agregando que este la apremiaba
cada vez más a casarse, y darle un heredero. Las dos permanecieron
el resto de la noche tomando vino blanco y hablando de aquel asunto, y de
la frustración de no poder vivir en la misma casa, despertar juntas, cocinar,
viajar, vivir juntas todo el tiempo de sus vidas, ser una familia.
Ahora Ernestino debía utilizar una silla de ruedas para movilizarse, y fue
preciso contratar un enfermero para que cuidara de él. El médico dijo que con los
debidos cuidados Ernestino podría vivir unos años más, pero que, por desgracia,
su mal no tenía cura; lo único que podía hacerse era tratar de darle una vida lo
más placentera posible, en un ambiente lleno de sosiego y amor. El pasatiempo
de Ernestino, en casa o cuando salía con la hija en su silla de ruedas a pasear por
el parque, era preguntarle por sus pretendientes, y escoger el nombre del futuro
nieto. Dora respondía a sus palabras tratando de conservar la misma paciencia
de sus años de colegio, pero no lograba evitar sentirse exhausta e infeliz, pues
su padre terminaba siempre la conversación afirmando que solo esperaba verla
casada y con un hijo para morir en paz.
Después de cada una de sus cada vez más escasas noches de bêtise, las
dos amantes volvían sin descanso a ese tema, cómo lograr que Ernestino muriera
en paz. Y el modo de resolver ese delicado y angustioso problema era siempre el
mismo, una solución final, considerada por ellas un gesto de amor absoluto. La
muerte era siempre una bendición para los enfermos desahuciados.
El enfermero pidió unas vacaciones y, en vez de contratar otro, Dora dijo
que ella misma cuidaría de su padre. Ernestino se sintió conmovido por los desvelos
de la hija, que pasaba los días y las noches a su lado. Y también se sentía
feliz, pues ella le había prometido que en cuanto él mejorara un poco se casaría y
tendría un hijo.
Al cabo de un mes, Ernestino murió de una súbita insuficiencia respiratoria.
El médico repitió que aquella era una enfermedad insidiosa, de difícil pronóstico.
En el entierro, Dora y Eunice lloraron mucho. El sufrimiento de Dora fue tan
grande que debió ser hospitalizada durante un tiempo.
Después Dora y Eunice se fueron a vivir juntas, y adoptaron un hijo a
quien dieron el nombre de Ernestino. El niño creció, y las personas, los nuevos
amigos de la pareja, decían que el chico tenía la misma cara de la madre.
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